Maurice y Maralyn Bailey eran dos amantes de la naturaleza en estado puro que vivían en la más absoluta soledad, aislados del mundo, en la medida de lo posible, que solían hacer excursiones a montañas y lagos. Aunque su verdadera pasión era el mar, lamentablemente con sus ingresos limitados no podían permitirse un barco. Obsesionados con una vida itinerante, llena de aventuras, en contacto con el mar y la naturaleza, en 1966 Maralyn tuvo la loca idea de vender su casa, comprar un yate y vivir a bordo. Maurice consideraba que era una locura y no secundó la propuesta de su esposa. ¡Ay! ¡Maurice no había contado con la capacidad de persuasión de su esposa!. Ante su insistencia Maurice se dejó llevar rápidamente ante un prometedor futuro de aventura, descubrimientos y vida bohemia y relajada.

Sin pensarlo dos veces, encargaron la construcción de un velero en Plymouth. Sería un barco de 10 metros de eslora al que bautizarían como «Auralyn», la combinación de sus dos nombres —Maurice y Maralyn. Un proceso que duraría casi cuatro años entre su construcción y pertrecharlo con todo el equipo necesario y, durante ese tiempo, mejorar sus habilidades de navegación.
El comienzo del viaje
Embargados por la emoción, se despidieron de sus amigos y familiares y dió comienzo su ansiado viaje en junio de 1972. Partieron desde Southampton, con escalas en el norte de España, Portugal, Madeira y finalmente las Islas Canarias, para desde allí preparar el cruce del océano Atlántico hacia el continente americano. Recorrieron algunas islas del Caribe y por fin llegaron a Panamá, desde donde tras cruzar el Canal, se prepararon para navegar por el océano Pacífico. Su sueño se estaba cumpliendo.

Una ballena cachalote pone fin a sus sueños
Durante la madrugada del 4 de marzo de 1973, su séptimo día en el inmenso océano Pacífico, al comienzo del amanecer, mientras ambos se desperezaban y preparaban su desayuno, escucharon un estruendoso golpe y el barco se sacudió tan violentamente que los libros, las herramientas y los objetos asegurados en el interior del barco, cayeron y se esparcieron por la cabina. Apresuradamente subieron a la cubierta y vieron a una imponente ballena cachalote de aproximadamente unos 12 metros, que tras salir a la superficie junto al barco, golpeó con su enorme cola el casco del velero. «El pobre animal sangraba abundantemente por una herida que no podíamos ver y estaba cerca de la muerte»
Mientras observaban a aquel enorme ser herido y sangrando de aquella forma, sintieron lástima por aquel noble e imponente animal. Poco después descubrieron que el agua comenzaba a entrar a borbotones en la cabina, y Maralyn operó rápidamente una de las dos bombas de agua mientras Maurice buscaba el daño.
«El pobre animal sangraba abundantemente por una herida que no podíamos ver y estaba cerca de la muerte»
El nerviosismo y el horror invadieron a Maurice cuando descubrió un gran agujero en el casco, justo bajo la línea de flotación, en uno de los costados del barco. Infructusoamente intentaron taparlo desde afuera arrastrando una vela bajo el casco. Probaron con rellenar el enorme hueco con cojines, ropa y todo aquello que pudiera tapones en la medida de lo posible la vía de agua, pero nada de lo que hacían lograba detener la incesante entrada de agua. Sus intentos por salvar el barco fallaron, uno tras otro y finalmente ambos asumieron que el barco se iba a pique y que debían abandonar el «Auralyn» sin más demora.

Mientras Maurice lanzaba la balsa salvavidas e inflaba el pequeño bote auxiliar que tenían a bordo, Maralyn se encargó de la tarea de recoger comida y equipo de los compartimientos sumergidos, tratando de contener el pánico pues ella no sabía nadar. Nunca aprendió a hacerlo. Puso todo lo que encontró en dos bolsas de vela junto con el paquete de supervivencia y las lanzó al bote auxiliar. Mientras tanto, Maurice recogió todos los recipientes de agua potable que pudo y los lanzó al bote. El mar estaba en calma, era de día y aquellas condiciones les permitieron hacer acopio de todo lo que cupo en el dinghy y en el bote salvavidas. Tras acomodarse en la balsa salvavidas observaron impotentes cómo su querido velero se hundía bajo la superficie del mar. Apenas había pasado una hora desde el ataque de la ballena.
A la deriva: 117 días de lucha por la supervivencia.
El nuevo hogar flotante de Maralyn y Maurice habían una balsa inflable de 9 pies y un pequeño bote auxiliar atados entre sí. Habían podido rescatar algo de comida enlatada y agua suficiente para aproximadamente 20 días. También salvaron equipo como un sextante, mapas y una brújula. Dos cubos vacíos para recoger agua de lluvia, una caja de fósforos, una linterna, unas tijeras, unos binoculares, seis bengalas de emergencia, una bolsa con ropa y algunos otros enseres de menor utilidad. Inicialmente salvaron algunas provisiones de agua dulce, pero cuando se acabó, dependieron de la recolección de agua de lluvia usando lonas y recipientes improvisados. Distribuían cada gota cuidadosamente e incluso racionaban al límite en los periodos de sequía.

Durante los primeros días sobrevivieron gracias a la comida enlatada, pero tras una semana decidieron que tenían que buscar otras fuentes de alimento o se terminarían las latas en una semana más. Fue en aquel momento cuando dieron caza a la primera tortuga. Siempre había tortugas a su alrededor, fáciles de atrapar, pero extremadamente difíciles de matar. «Dábamos la vuelta al reptil que luchaba y tratábamos de cortar su cabeza con el cuchillo. Debió ser terrible para la pobre criatura pues la muerte no llegaba rápido. Atravesar la piel dura y los huesos del cuello tomaba mucho tiempo y la tortuga debía sufrir dolores insoportables antes de ser decapitada,» dijo Maurice.
También bebían su sangre: «Aunque tratábamos de no cortar la vena yugular hasta el último momento, a veces la cortábamos antes y teníamos que atrapar la sangre bombeante mientras el animal todavía estaba vivo. Matar a la tortuga era una cosa, pero luego había que despiezarla. Nuevamente, nos costaba muchísimo cortar el caparazón inferior para acceder a la carne. No sé cuántas tortugas atrapamos, pero la muerte de cada una nunca era placentera. Maralyn y yo prometimos que si sobrevivíamos a esta prueba nunca más haríamos sufrir a un animal y así finalmente nos hicimos vegetarianos»

Los primeros días tras el naufragio Maurice decidió que el objetivo primordial debía ser alcanzar las Galápagos, y suponiendo que las tortugas venían probablemente de esas islas, tuvieron la curiosa idea de atar tortugas a la balsa para ver si estas los remolcarían hacia tierra. Capturaron a un gran macho al que sostuvieron boca abajo en el agua. Tras atarle un cabo a las aletas traseras, y para su inicial asombro, la tortuga los remolcó en dirección a Galápagos. Nadaban increíblemente rápido y hasta dejaban una estela visible tras si.
Esta experiencia les animó a pensar que dos o tres tortugas los arrastrarían mucho más rápido, como si de una cuádriga fantástista se tratase, así que ataron una segunda. Pronto su entusiasmo se desvaneció cuando la segunda tortuga comenzó a nadar en dirección contraria a la primera, echando al traste toda opción de seguir empleando aquellos animales como bestias de tiro.
Intentando remar hacia Galápagos
Los cálculos de Maurice con el sextante mostraban que estaban a unas 300 millas al noreste de las Islas Galápagos. Los vientos predominantes y las corrientes marinas los llevarían hacia el noroeste, alejándolos de las islas y adentrándolos en el Pacífico si no hacían algo rápido. Así que planearon —quizá locamente— el esfuerzo de remar hacia el sur para intentar alcanzar las Galápagos. Obviamente no era una buena idea, porque intentar mover una balsa remando es la forma más rápida de perder energía y agua corporal.

Remaron constantemente, cada minuto del día y la noche, bajo el calor abrasador del día y el frío de la noche. Mientras uno remaba el otro descansaba. Continuaron con ese agotador esfuerzo durante tres días y tres noches hasta darse cuenta que no se habían movido nada. Su lucha había sido en vano y se sentían destrozados. La falta de comida y sueño los había debilitado. Ya habían perdido su condición física y su energía iniciales. El consumo de agua había sido alto y ahora solo les quedaba suficiente para cinco días más. La única posibilidad de reponer agua sería en la próxima lluvia.
Avistando barcos
Tan pronto como dejaron de remar, el viento comenzó a arrastrarlos hacia el norte, hacia las rutas marítimas que convergen en Panamá aumentando las posibilidades de ver un barco. Sin embargo, la experiencia de otros naufragios demuestra que ver un barco, incluso en rutas muy transitadas, es muy difícil. Podrían pasar semanas antes de que apareciera uno, y luego, por supuesto, la tripulación debe poder ver a los náufragos. Debido a la curvatura terrestre, el horizonte visible es apenas a dos millas, incluso en mar en calma.
Además, las reducidas tripulaciones a bordo de lo buques de carga pasa la mayor parte del tiempo en las cabinas realizando actividades; los pilotos suelen usar piloto automático, lo que los distrae aún más en el puente. Como resultado, un barco no sólo debe acercarse mucho para tener alguna posibilidad de verlos, sino que deben coincidir muchas circunstancias. Habían estado a la deriva sólo ocho días cuando vieron el primer barco, a no más de una milla y media de distancia. Se alegraron muchísimo. ¡estaban salvados! El hambre y la sed fueron olvidados mientras lanzaban bengalas para llamar la atención.

Pero como suele suceder, el barco siguió de largo y ellos quedaron horrorizados e incrédulos por lo cerca que estuvo la salvación. Durante los siguientes cuatro meses, mientras estuvieron en la zona de rutas marítimas, vieron pasar otros seis barcos más. Uno incluso se acercó de noche, casi lo suficiente para arrollarlos. Lanzaron su última bengala hacia el puente, pero no había nadie para verla.
En otra ocasión, otro barco se detuvo a unas millas, pero al quedarse sin bengalas prendieron fuego a ropa dentro de un caparazón de tortuga para crear humo. Sin embargo, era un día ventoso, el humo se dispersó rápido y horizontalmente, y la tripulación no los vio. Finalmente el barco siguió su camino, lo que cada vez más los abatía moralmente.
Lucha por supervivenvia
Entre las pertenencias que lograron salvar se encontraban un botiquín, algunos utensilios de pesca, cuchillos y una brújula. Las reparaciones a la balsa, que sufría fugas continuas, las realizaban inflando manualmente y remendando los puntos débiles con parches y lo que tuvieran a mano.
Pasaron largos periodos bajo el sol abrasador y noches frías. Usaban fragmentos de tela y lona para protegerse del sol. Las largas inmersiones en agua salada les causaron llagas y úlceras, que atendían lo mejor posible con los pocos elementos del botiquín.
Mantuvieron la esperanza mediante rutinas diarias: jugaban a las cartas, leían los mismos libros una y otra vez, conversaban y compartían tareas. El apoyo mutuo fue fundamental para no sucumbir a la desesperación. Siete barcos pasaron cerca, pero no pudieron ser vistos o auxiliados; las bengalas fallaron y no contaban con espejo de señales.
Rodeados de animales. Un universo de vida bajo su balsa.
A pesar de la desesperada situación en que se hallaban, resistieron. Su tiempo a la deriva se convirtió en un período de nuevas experiencias. Miles de peces comenzaron a acercarse a la balsa salvavidas. Luego a esos peces los siguieron tortugas, delfines, tiburones y luego aves. Como suele suceder con la mayoría de los náufragos en el mar, su balsa era una suerte de isla flotante y en pocos días se transformó en un pequeño ecosistema. Algunos peces se acercaban buscando sombra y refugio; otros para alimentarse de los percebes que empezaban a crecer bajo la balsa. Estos peces pequeños atraían a otros peces más grandes. Cientos de peces de muchas especies nadaban bajo la balsa: dorados, delfines, tiburones, tiburones ballena, orcas… Numerosas tortugas aparecían en cualquier momento, día o noche, y no mostraban miedo. Las aves los visitaban cada día: piqueros, fragatas, charranes y varias otras especies. Grandes ballenas y cachalotes también nadaban lentamente cerca de ellos.

«No sé si realmente se puede imaginar cómo es estar sentado en una balsa salvavidas y que una ballena se acerque tanto que podríamos haberla tocado sin estirarnos. ¡Fue un regalo ver esa ballena a nuestro lado! Y ella no hizo nada; simplemente nos miró con su ojo sin parpadear, directamente a nosotros. Temíamos que un movimiento rápido suyo pudiera volcar nuestra balsa. Se quedó ahí largo tiempo… veinte minutos, media hora… Llegué a conocerla muy bien, luego se fue muy despacio, se deslizó y se zambulló sin salpicar. Fue maravilloso verlo. Y por la noche podíamos oír los cantos de esas ballenas alrededor.»
Recurriendo a la pesca y la caza
Para mayor infortunio no tenían anzuelos en su equipo de supervivencia pero Maralyn encontró algunos imperdibles de acero inoxidable en el botiquín y los dobló para hacer anzuelos. Atando cada uno a un hilo y usando carne de tortuga como cebo comenzaron a pescar, especialmente peces ballesta, que se convirtieron en su principal fuente de alimento. Más tarde descubrieron que podían atrapar peces ballesta solo con las manos: «Descubrí que cuando intentaba lavar mis manos ensangrentadas tras haber cortado la carne de las tortugas, las atacaban numerosos feroces peces ballesta. Solo tenía que sacar las manos del agua y ya había atrapado diez o más peces con los dedos sin esfuerzo»
Entre las capturas realizadas durante su aventura, se encontraron cuatro tiburones.. Fue Maralyn quien atrapó el primer tiburón, y lo hizo por diversión.Ella observaba a los tiburones nadando bajo la superficie, justo debajo de la balsa salvavidas.
Un día puso su dedo en el hocico de un tiburón y lo deslizó a lo largo de su cuerpo hasta la cola mientras nadaba. Cada vez que un tiburón se acercaba repetía ese juego. Luego Maralyn, dejándose llevar por un impulso irresistible, agarró la cola del pez, lo levantó dentro de la balsa y lo dejó junto a la pierna de Maurice. Él se asustó, pues el animal medía casi 2 metros y casi llenaba la balsa. Afortunadamente, Maralyn sostuvo con fuerza la cola y Maurice tomó un cuchillo y clavó la hoja profundamente en las branquias del tiburón. A pesar de la sangre que brotaba, no murió, y apuñaló varias veces más. Desesperadamente envolvió una toalla firmemente alrededor de la cabeza hasta que se asfixió. Maurice ni siquiera había terminado esta tarea cuando Maralyn metió otro tiburón en la balsa, y luego un tercero. Maurice, tan estresado, no tenía suficientes manos para manejarlos a todos. Fue una situación muy extraña tener tres tiburones muertos en la pequeña balsa. Tas estas primeras capturas, descubrieron que al atrapar la cola del animal, debido a su piel áspera, podían sujetar firmemente al tiburón sin miedo a que se resbalara. A diferencia de otros peces, su esqueleto primitivo no les permitía girar sobre su agresor y cuando el tiburón dejaba de nadar, se ahogaba rápidamente.
Como suele pasar con la mayoría de náufragos en balsas golpeaban con fuerza el fondo de la balsa, causando mucho dolor a la pareja. Los delfines también fueron problemáticos en este aspecto. Los continuos golpes magullaban sus cuerpos delgados. No eran golpes intencionados hecho a la balsa. Tanto los tiburones como los delfines tan sólo atacaban a los peces que se refugiaban bajo la balsa.
Las aves fueron las presas más fáciles, pues no temían a los humanos. Algunas aves marinas —como los piqueros o los petreles— prácticamente no tienen depredadores serios en tierra porque las islas desiertas donde se reproducen no suelen estar habitadas por grandes mamíferos salvo ratones y ratas. Al no haber rocas sólidas a cientos de millas a la redonda, las aves veían ese dispositivo de goma flotante como el lugar perfecto para posarse, no solo para descansar, sino también para digerir el pescado que habían atrapado alrededor del ecosistema de la balsa. Cuando las aves aterrizaban junto a los Baileys, ellos tan sólo tenían que atraparlas y romperles el cuello. Las tuvieron que comer todas crudas. Nada se desperdiciaba de las capturas que hacían. Incluso extraían con entusiasmo los ojos de los peces para comerlos, los cuales Maralyn guardaba y llamaba «smarties»por su parecido con aqulla famiosa golosina de chocolate. Resultaban ser un excelente aporte de líquidos y nutrientes. Comían todo crudo, ya que no podían hacer fuego.
«Recolectábamos cuidadosamente la sangre de las tortugas y, cuando coagula, la comíamos como si fuera una delicadeza en una fiesta.»
A veces las aves marinas peleaban entre sí alrededor de la balsa. Por ejemplo, las fragatas robaban las presas de los piqueros, acosándolos con velocidad hasta que regresaban el contenido del estómago. En ocasiones, calamares o peces caían sobre el bote auxiliar como. Maurice y Maralyn decidieron imitar la estrategia de las fragatas y dejar que los piqueros les atraparan la comida: «No necesitaba matar piqueros. Un día uno se posó junto a mí, se limpió y lo agarré. Pero no se movió, solo se quedó ahí. Y vomitó seis o siete peces voladores que aceptamos para nuestra comida de ese día»
Durante las primeras semanas el agua fue un gran problema y tuvieron que racionarla aún más estrictamente. Solo tenían cerca de una taza diaria cada uno, insuficiente para mantener su bienestar físico. Después de haber tenido tan poca agua en sus botellas, se alegraron al encontrar lluvia mientras derivaban hacia el norte. A veces tenían más agua de la que podían manejar. La deriva los llevó a los Doldrums, donde el cielo brillante dio paso a nubes grises constantes y lluvias continuas que hicieron su existencia menos miserable.
La lluvia fue tan intensa y violenta que tuvieron que achicar agua constantemente de su frágil balsa. En ocasiones, durante una semana entera, ni siquiera vieron el sol. Todo estaba mojado y sus cuerpos estaban entumecidos y doloridos. Y la balsa era tan pequeña que no tenían espacio para cambiar de posición.
Buscando corrientes que los empujasen hacia tierra
Como la deriva los estaba llevando hacia el noroeste, su esperanza era alcanzar la contracorriente ecuatorial oriental alrededor del día 45. Esta corriente, con algo de suerte, los llevaría de regreso hacia Panamá. Y cuando alcanzaron el día 45, sus cálculos se confirmaron: comenzaron a moverse gradualmente hacia el este, de vuelta al continente. Aunque estaban fríos, empapados y terriblemente doloridos por las llagas provocadas por el agua salada, se sentían llenos de un renovado optimismo.

Pero tras 20 días más luchando en la zona de las calmas ecuatoriales (Doldrums), su mundo se vino abajo: su deriva ya no era hacia el este. Apareció de pronto la corriente ecuatorial del norte y empezaron nuevamente a desplazarse hacia el oeste, otra vez de regreso al medio del Pacífico. La tristeza y la desesperación los embargaron a ambos.
Durante las tormentas no podían pescar en absoluto, por lo que su aspecto era demacrado y débil. Su piel estaba tensa sobre los huesos. Las llagas, que habían aparecido desde la primera semana, ahora eran tan dolorosas que apenas podían moverse.
Achicando agua sin parar
Después de estar a la deriva durante 51 días, tuvieron la mala suerte de pinchar el bote auxiliar con uno de sus anzuelos improvisados hechos con imperdibles. Días después, las espinas de un pez ballesta perforaron también la balsa salvavidas. La situación no podía ser más desesperante: ahora debían inflar ambas embarcaciones varias veces al día, en un estado de debilitamiento extremo. Pero en realidad fueron afortunados de tener dos embarcaciones, y no sólo una como la mayoría de los náufragos.
Como sucede a muchas balsas salvavidas, la de Maurice y Maralyn comenzó a desintegrarse: el tejido del techo —su único refugio del sol, viento y lluvia— se pudría. El velcro de la “puerta” dejó de funcionar, y la más mínima brisa abría la entrada, por lo que durante las tormentas quedaban completamente expuestos a la lluvia y las olas, achicando agua sin parar. Maurice enfermó: fiebre, dolores crónicos en el pecho y tos con sangre en cantidades alarmantes. Cada movimiento era doloroso, tanto que no podía ayudar a Maralyn en la rutina diaria de supervivencia. Los síntomas duraron varios días y permaneció en un estado semi-inconsciente, convencido de que estaba muerto.
Durante las tormentas, el bote auxiliar llegó a volcarse varias veces, y el esfuerzo de volverlo a enderezar los dejaba al borde del colapso. En una tormenta, que se prolongó a lo largo de varios días, y no se podía pescar, Maurice —empujado por el hambre— no tuvo más opción que trasladarse al bote auxiliar e intentarlo. Pero una ráfaga de viento volcó el bote y lo arrojó al mar, alejándolo unos metros. Cuando por fin logró trepar de nuevo al interior de la barca, vio como el agua había arrastrado toneladas de agua encima de la balsa llevándose sus últimos anzuelos.
«Perdimos la mayor parte de nuestro equipo valioso durante las tormentas. Nuestros cuerpos llenos de úlceras sufrían más cada día, el mar seguía agitado, y la balsa y el bote debían ser achicados o inflados constantemente»
Poco a poco, las lluvias cesaron, el mar se calmó y el cielo se despejó. Con el cambio en el clima, también se dieron cuenta de que estaban saliendo de la zona de los Doldrums —con menos lluvia y menos vida marina— hacia un posible vacío oceánico. Aunque sus condiciones físicas no empeoraran y la balsa y el bote permanecieran en servicio, sabían que cuanto más al oeste derivaran, más probable era que murieran. Morir de sed o inanición era cuestión de días. Estaban a la deriva en el último corredor de rutas marítimas antes de entrar en el verdadero desierto del Pacífico. Tenían que ser vistos por algún barco en los próximos días… o morirían.
El rescate y la recuperación
Después de recorrer aproximadamente 1,500 millas en mar abierto, tras 117 días de calvario, el 30 de junio de 1973 la pareja fue avistada y rescatada por la tripulación del pesquero surcoreano «Weolmi 306», después de que ya casi los hubieran pasado de largo.

El «Weolmi 306» era un barco pesquero surcoreano que había estado dos años en el Atlántico, basado en Tenerife, pescando atún. Su trabajo había terminado y regresaba a casa hacia Busan en Corea del Sur. Maurice y Maralyn fueron extremadamente afortunados de que fuera un barco de pesca, acostumbrado a detectar cosas extrañas en el mar.
Un tripulante gritó desde la cubierta:
– ¿Hablan inglés?-
– Lo siento… somos ingleses-
Y alguien respondió con humor:
– ¡Si son rusos, gran problema! –
Subieron con ayuda por una escala de cuerda. Lo primero que bebieron fue leche. «La tripulación nos trató con extrema amabilidad» dijo Maurice. El barco desvió su rumbo hacia Honolulu para que recibieran atención médica. Llegaron a Honolulu demacrados, apenas capaces de caminar y convertidos en noticia internacional.

Físicamente estaban en estado crítico. Según los testimonios y relatos posteriores, inicialmente ambos presentaban un estado crítico por desnutrición, debilidad y lesiones por exposición prolongada al sol y la salitre. Físicamente, estaban demacrados, con llagas y pérdida significativa de peso, apenas capaces de caminar o mantenerse de pie sin ayuda. A nivel emocional, el rescate supuso un impacto profundo: pasaron de la incertidumbre y desesperación al alivio inmediato, aunque también enfrentaron ansiedad, confusión y la dificultad por asimilar lo vivido.
Psicológicamente, el proceso del rescate y posterior atención estuvo marcado por etapas que incluyen un estado agudo de alerta al ser localizados, seguido por la “etapa heroica” en que su entorno actúa con prontitud para asegurar su estado y traslado, y más tarde una fase donde pueden sentirse vulnerables ante la magnitud del trauma superado, con posibilidad de depresión o reacciones paralizantes temporales. Maurice y Maralyn, como muchas víctimas de emergencias prolongadas, tuvieron que adaptarse a la ayuda recibida, lidiar con la dependencia de otras personas y procesar el estrés post-traumático generado por la experiencia. Se apoyaron mutuamente, y su historia –contada en su libro «117 Days Adrift» (117 días a la deriva) refleja cómo la fortaleza emocional fue clave para resistir no solo durante la deriva, sino también tras el rescate.

Sufrieron pérdida extrema de peso, llagas infectadas por la humedad salina, desnutrición severa y pérdida de masa muscular. Ambos llegaron a perder más de 18kg. Atravesaron momentos de desaliento, pero nunca dejaron de colaborar y de planificar el siguiente pequeño paso para resistir un día más. Pese al estrés extremo, la relación de Maurice y Maralyn fue crucial para su superviviencia. Mientras Maurice cayó en la desesperanza en ocasiones, Maralyn, que ni siquiera sabía nadar, mantuvo el ánimo y la fe, jugando a las cartas, leyendo y alentando a su esposo a no perder la esperanza. Ambos reconocieron que su vínculo salvó sus vidas.
Su extraordinaria aventura sería recogida en un libro que escribieron durante el año siguiente titulado «117 Days Adrift» y se convirtiría casi de inmediato en un clásico de aventuras en las décadas del 70 y del 80. El título no se corresponde con la realidad de la avetura sino que tuvo que ver con cómo se conoció la historia, en ese momento, por la prensa. La cantidad exacta de días fue 118, segñun figura reflejado en el diario personal que llevó Maralyn a bordo.
Epílogo:
Uño después de la aventura, se hicieron de nuevo a la mar a bordo de su segundo barco, el «Auralyn II» Maralyn fallecería en 2002 con 61 años como consecuencia de un cáncer. Maurice Bailey se uniría a ella en diciembre de 2018, con 85 en la más completa soledad.
Para saber más:
▪︎ Vídeo: Maurice & Maralyn Bailey surviving on a liferboat for 117 days
▪︎ Libro: «117 days adrift» (en inglés)
▪︎ Wikipedia: Maurice y Maralyn Bailey
▪︎ BarcosNews: Náufragos: la increíble supervivencia de una pareja en alta mar, un relato revisitado de 117 días a la deriva
▪︎ Infobae: El matrimonio que sobrevivió 118 días en una balsa a la deriva, cazando tiburones y tortugas con sus manos, en pleno océano Pacífico

Deja un comentario